Ninguna Suprema Corte (o Tribunal Constitucional) es integrada por un colectivo uniforme. Siempre existen “facciones” que reflejan los sutiles (o no tan sutiles) equilibrios entre el derecho y la política presentes al momento del proceso de su selección y designación. Jueces nombrados por presidentes conservadores (estatistas) tienden a votar de una manera conservadora y los nombrados por presidentes liberales votan en sentido contrario, optando por posiciones garantistas. Las batallas de ratificación, operadas en el seno del poder legislativo, sólo hacen acentuar una “politización” creciente de un Poder Judicial que debería ser (y muchas veces lo ha sido) el garante de un equilibrio necesario, complejo y difícil de ejecutar de las democracias modernas.
Llenar las vacantes en SCOTUS Estados Unidos) o en la SCJN México) es, pues, un proceso en que los puntos de vista políticos toman primacía sobre los enfoques jurídicos, y en que el resultado ultimo dependerá del panorama político en el momento de su nombramiento. Un presidente cuyo partido tiene la mayoría en el Senado o que puede negociar una mayoría para el nombramiento de un determinado perfil, probablemente hará muy diferentes opciones que un presidente débil frente a un Senado en el que la oposición tiene la mayoría.
Por ejemplo, en el caso de México, en un momento determinado, la SCJN estará integrada por ministros designados por diferentes presidentes y confirmados por distintos Senados, por ministros cuyas calificaciones judiciales son, o pueden ser, muy diversas. Ahora bien, nuestra Constitución Política, en el art. 95, Capítulo IV no dice nada sobre las calificaciones judiciales. Se describen meticulosamente restricciones concernientes con cláusulas de residencia y de trabajo previo en el campo político y de la administración pública, pero no da ningún consejo sobre la evaluación de las capacidades jurídico-doctrinales o experiencia judicial previa distintos de afirmar que los nombres de la terna para ministros de la SCJN deben mostrar “capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica”. Como resultado, las selecciones se rigen principalmente por la tradición y por la política.
Estas reglas no escritas de un equilibrio entre la tradición y la política también han sido visibles y operantes, hasta el momento, en los procesos anteriores de designación de “Justices” en Estados-Unidos. La diferencia, en esta última ocasión, reside en la politización al extremo de la designación de Kavanaugh.
La primacía del nombramiento de Brett Kavanaugh sobre cualquier otro tipo de consideración se debe al cambio oportunista, que raya las fronteras de una hipocresía social y pseudo moralista asquerosa, adoptado por la derecha evangélica estadounidense en los últimos años. En 2011, solo el 30% de los evangélicos blancos declaró que “un funcionario electo que comete un acto inmoral en su vida personal aún puede comportarse éticamente y cumplir con sus deberes en su vida pública y profesional”, según el Instituto Público de Religión e Investigación[2].
En octubre de 2016, en vísperas de la elección de Donald Trump, el 72% de ellos compartía esta opinión maquiavélica de que los fines justifican cualquier medio, según el mismo instituto.
Además, en su acérrima defensa del voto a favor de Kavanaugh, mucha gente confunde las audiencias y, las declaraciones de Kavanaugh y de la Dra. Ford ante la Comisión senatorial con un juicio. No lo es. Tal como lo describe y, muy bien, uno de los mejores analistas jurídicos estadounidenses, es una “Job interview” o sea una entrevista para un trabajo. Un trabajo vitalicio como decisor último en una Corte Suprema. La prueba del carácter es aquí tanto o más importante que la techné judicial. Kavanaugh no ha pasado ese teste.
Se derrumbó miserablemente ante nuestros ojos al ser confrontado con una testigo de carácter. O sea, no aplica aquí el principio de la “duda razonable” ni la prescripción de los hechos. No se trata de condenar o absolver. Si de decidir que una Corte Suprema debe tener como sustituto del grande Anthony Kennedy a un bully de prepa, lleno de la soberbia, vomitando ira, cuya “defensa” se basó en el enunciado de múltiples “teorías del complot”, que se auto describe como un “ser intachable” frente a todos los otros pecadores, alternando entre el lloro de chillón de 6 años a quién se está quitando su juguete favorito y amenazas a sus críticos. En fin, un “mirrey” que piensa que tiene un “incuestionable “ derecho a sentarse en SCOTUS, como lo demostró ser Kavanaugh durante la audiencia del jueves pasado. Imaginen que en México para sustituir a Cossío Díaz el Senado insistiera entre un cruce del Juez que rompió la silla porque no le gustó el tipo de piel y el que dejó libres a los Porkys porque ” muchachos serán siempre muchachos”. Eso es a lo que estamos asistiendo.
Al quitarse, ante las cámaras de televisión, la máscara de un individuo que no tiene la sangre fría y la ecuanimidad para ser un decisor, o sea un juez de una Suprema Corte, Kavanaugh nos “regaló” el espectáculo de una patología profunda. Como lo escribe el periódico The Slate en su editorial: “Before our eyes, he transformed from a composed federal judge into a petulant prep school jock.”.
Pero, como ya lo afirmamos al inicio de esta columna de opinión, el caso del nombramiento de Kavanaugh por el Senado norteamericano a una posición (vitalicia) en SCOTUS no coloca, exclusivamente, cuestiones sobre el carácter y la personalidad del candidato. Es un proceso que evidencia la extrema ruptura política de la sociedad estadounidense y el derrumbe ético de un partido
En un reciente editorial del New York Times, intitulado “Bonfire of Republican Vanities “, Timothy Egan coloca la cuestión que todos y todas nosotros(as) nos colocamos: “How did the party of family values get behind a self-proclaimed “pussy grabber,” a Senate candidate from Alabama who hits on teenage girls, a Supreme Court nominee who, his friends say, was a mean, aggressive drunk?”
El destino que finalmente se reservará a Brett Kavanaugh podría tener un gran impacto en la movilización de los votantes. Un año después del inicio del movimiento #metoo que denuncia la violencia contra las mujeres y la impunidad que los autores masculinos disfrutaron durante mucho tiempo una vez que tomaron el poder, el Partido Republicano se encuentra en un terreno difícil, en gran parte debido a que el presidente Trump, también acusado durante la campaña presidencial de comportamiento inapropiado en el pasado, se ha mantenido en una posición insustentable que arrincona el GOP . Esta responsabilidad ha contribuido claramente a una fractura sin precedentes entre el electorado femenino y el Partido Republicano
Con efecto, la controversia que está desgarrando a Estados Unidos no se trata solo de reemplazar en el tribunal más alto del país, SCOTUS, a Anthony Kennedy, un juez conservador que fue capaz de acercarse a sus pares progresistas en temas de la sociedad, por un juez ideológicamente mucho más derechista. Se convirtió en un problema inmediato político en el período previo a las elecciones intermedias del 6 de noviembre. Los números no mienten.
En un sondeo de The Wall Street Journal y de NBC publicado el 23 de septiembre, solo el 33 % de las mujeres encuestadas quieren que el Congreso sea controlado por el partido del presidente, mientras que el 58 % prefiere el Partido Demócrata.
A su vez, un estudio realizado por el Pew Research Center el 27 de septiembre confirmó esta ruptura. En comparación, el 47% de los hombres quiere que el GOP (Grand Old Party), o sea los republicanos, mantenga su control sobre ambas cámaras, mientras que el 44% está a favor de los demócratas.
Un tercero sondeo publicado el mismo día por Fox News, antes de las audiencias senatoriales del jueves, arroja que las mujeres se oponen abrumadoramente a la confirmación por parte del Senado del juez Kavanaugh. Si el 50% de todos los encuestados están en contra, esta proporción aumenta al 55% para las mujeres. Asimismo, esta oposición aumenta significativamente en el universo de personas con grado de estudios superiores, 58% contra el voto favorable a Kavanaugh, lo que es confirmado por la opinión emitida por aquellos que residen en áreas periurbanas (60%). Ahora bien, el voto de estos últimos votantes es considerado por ambos partidos como estratégico para el control de la Cámara de Representantes.
Mientras que los hombres estaban divididos acerca de la controversia (el 34% cree en Christine Blasey Ford y el 33% lo juzgan), el universo de mujeres encuestadas estaba mucho más convencido de que Kavanaugh no tiene el perfil deseable para remplazar a Kennedy en SCOTUS (el 38% contra el 28% que creía en Brett Kavanaugh). Esta mayoría relativa fue incluso más fuerte para las mujeres en áreas periurbanas (45%) e incluso aumentó al 50% para las mujeres graduadas.
Los números no mienten y es esta presión que finalmente obligaron Trump y el Senado a posponer el voto que abre el camino de la Suprema Corte a un “cerdo” y a pedir una investigación , limitada en el tiempo y en el ámbito, al F.B.I.
¿Cuál será el resultado de este brazo de fierro entre la opinión pública estadounidense y un GOP que ha perdido todo sentido de decencia en su ambición de controlar el único poder de la republica que le escapa? El tiempo lo dirá
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