Llegar tarde a la historia y quedarse viendo lo que pasa; ser espectador iluso de los cambios, sin esperanza meritoria. Rememorar luchas ajenas como si fueran propias; esperar del tiempo la victoria de lo que pudo ser y terminó en tragedia.
Saberse parte de un pueblo sin destino, que va dando tumbos sin sentido, copiando de los otros lo perdido y engullendo su identidad sin sobresalto o consenso definido. El país de los retazos, de los míticos orígenes siempre negados; de los suspensos en las prisas por tener una identidad escurridiza y torva.
Las universidades profilácticas del pensamiento, rémoras de aquélla que dijo: “lejos de mí el nefasto vicio del pensar”, y que aquí en la academia se ha tornado en repetitivas doctrinas anticuarias, saberes preteridos e indigestos, ayunos de una idea nueva, inédita, creadora o por lo menos danzarina.
Siempre bizqueando a lo extranjero, maestros que vienen estragados de doctrinas que ya periclitaron, como cuando a nuestro ilustre Manuel M. Ponce le dijo el compositor de El Aprendiz de Brujo: “compone usted como hace cien años”.
Por lo menos el autor de Estrellita pudo redimir su anacronismo, ¿pero quién podrá convencer a los pensantes que elucubren lo propio y no se extasíen en el encanto bovaríneo, el ejercicio extralógico, en el complejo de inferioridad, en el relajo que todo lo agarrula, lo encrucija en la soledad del laberinto o en el garrulo devaneo del pensamiento mal asimilado y zafio?
Por mi raza hablarán los doctos de la no raza y de la no lengua.
Por mi raza hablarán los que no requieren de lo extranjero para ser auténticos, creadores, maestros de ilusiones y forjadores del porvenir nuestro.
México creo en tí.