Desde que empezamos a leer se nos señala cómo debemos acercarnos a la palabra escrita, irónicamente comienza por ser en voz alta y termina por convertirse en una actividad silenciosa, dando a entender que se trata de algo que se hace solitariamente. Este carácter solitario con que se asocia a la literatura es algo que orilla a los lectores asiduos a ser identificados como personas extrañas que no gustan de tratar con otras personas.
Déjenme decirles que esto es completamente falso, los verdaderos lectores se aferran a los libros porque han conocido vidas inigualables y se encariñan de tal forma que les es difícil dejarlos ir de un día para otro. El lector asiduo, más allá de lo que hizo el escritor, se encarga de inmortalizar a los personajes y sus historias. Sin lectores no sería posible que Macondo fuera ese lugar del que todos hemos escuchado hablar; ignoraríamos la existencia de un romance como el de dos enamorados llamados Romeo y Julieta; las gafas circulares no nos remitirían a un conocido Harry Potter.
¿Y cómo hace el lector para inmortalizar? La labor se dice fácil pero es algo difícil de verla realizada, hablar de esos libros que le han marcado hasta el cansancio y esperar, con muchas ansias, que alguno de los que le escucharon lleguen un día y le digan que han leído el libro gracias a sus comentarios. Si el libro también fue del agrado de este segundo lector podemos tener la certeza de que habrá un tercero o hasta cuarto lector.
Total que lo que antes se creía como una actividad solitaria y silenciosa termina por ser conversaciones calurosas en las que se cuestiona si el actuar de los personajes fue el adecuado, si las emociones que éstos manifestaban eran honestas o, mejor aún, si nos gustaría formar parte de las historias y qué haríamos de estar en los zapatos de tal o cual personaje.
Esta es la mejor forma de lectura, la colectiva. Porque de nada nos sirve solo leer y llenarnos de historias cuyo principal fin es ser conocidas por varios.