Por Padre José Luis Segura Barragán
El clima de violencia que se vive en Michoacán, tiene su expresión más vívida y perversa en lo que está sucediendo en La Ruana. El “levantón” y asesinato irracional y artero de los cuatro catequistas y evangelizadores del movimiento juvenil arcoíris de la Iglesia Católica, manifiesta el grado de indefensión y terror en que vivimos todos los michoacanos.
Jesús Alejandro Ayala, Adán Valencia, Wilibaldo Hernández y Jesús López, todos ellos de poco de más de veinte años de edad, fueron “levantados” por el grupo criminal que gobierna La Ruana, el sábado pasado, a eso de las diez y media de la noche, frente al templo parroquial, después de haber asistido a las reuniones de su grupo. “Desaparecieron” y sólo a sus familiares les importó, pero como son personas de bajos recursos económicos y viven donde el narco manda y hace de las suyas impunemente, se quedaron callados y sólo atinaron a avisarme y pedir ayuda.
Lo único viable era dar a conocer que fueron levantados, por “nadie”, ya que ocurrió el hecho, pero nadie lo presenció. Afortunadamente la desaparición forzada de los cuatro jóvenes prendió en las redes sociales y en los medios y no hubo otra que aparecieran los cadáveres de los arcoiristas, con huellas de tortura y todos abotagados, porque tenían días de muertos. Parece que murió el mismo sábado en la noche o en la madrugada del domingo. Los tiraron primero en parajes serranos y debido a ello un animal carcomió el rostro de uno de ellos. El lunes en la mañana los volvieron a tirar, pero ahora en una población donde está El Seminario Menor de la diócesis de Apatzingán y a unos cuantos metros de su entrada, en San juan de los Plátanos.
El dolor de las madres, padres, hermanas y hermanos y demás familiares de los cuatro jóvenes, menguó un poco, porque supieron lo que ya barruntaban: que habían sido asesinados, y porque por lo menos no tendrían el sufrimiento terrible de no darles cristiana sepultura. Lo que pasa con muchas personas que simplemente fueron “desaparecidas” y hasta el día de hoy, no se sabe dónde quedaron sus despojos mortales. Luego sucedió la lenta espera y la experiencia indescriptible, la del reconocimiento de los cadáveres, el tratar de reconstruir las facciones del hijo amado en aquella faz amoratada, hinchada, desfigurada por el rictus que le causó la tortura y al final desfallecer y afirmar con un gesto, lo que el corazón grita en un silencioso desgarro del alma maternal.
Y, luego, el recibir en los hogares los restos de los hijos, encapsulados en féretros humildes, vestidos como en fiesta, con los rostros maquillados y los miembros inertes, rígidos, malolientes, hinchados y en putrefacción disimulada. Toda una noche de sufrimiento silencioso, roto sólo por el llanto, los sollozos y la imprecaciones involuntarias; rebeliones instantáneas ante el cruel asesinato de un hijo. Entre rezos, alabanzas, silencios, diálogos a medio tono y una obscuridad que taladra el corazón y reaviva el sufrimiento se pasó la noche y cantaron los gallos en la madrugada. El dolor de una madre no se puede medir de ningún modo, queda en el misterio de la existencia no vivida o en el llanto que conmueve la herida del dolor interminable.
Y al final, llevar a la fosa los despojos y despojarse del amor nunca expresado y dejar el corazón sangrante en la tumba de los hijos; misterio del dolor no consentido, y del destino atribulado.
Se espera la justicia, divina y humana, que las autoridades no se hagan “patas” y retomen el cuidado de la seguridad del ciudadano. Que no prosigan en su lucimiento vano y vacuo, que el corazón les dé un vuelco y se tornen humanos. Humanos, plenamente humanos.